domingo, 26 de diciembre de 2010

LA VENDEDORA DE FOSFOROS


La vendedora de fosforos


¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos.

Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.

La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.

Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!

Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.

Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico pesebre: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.

-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".

Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.

-¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento!

Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.

Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser acurrucado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.

-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien.

Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.

Hans Christian Andersen

lunes, 6 de diciembre de 2010

EL ÁNGEL DE LOS NIÑOS

Cuenta una leyenda que a un angelito que estaba en el cielo, le tocó su turno de nacer como niño y le dijo un día a Dios:

- Me dicen que me vas a enviar mañana a la tierra. ¿Pero, cómo vivir? tan pequeño e indefenso como soy

- Entre muchos ángeles escogí uno para ti, que te esta esperando y que te cuidara.

- Pero dime, aquí en el cielo no hago más que cantar y Sonreír, eso basta para ser feliz.

- Tu ángel te cantará, te sonreirá todos los días y tu sentirás su amor y serás feliz.

-¿Y como entender lo que la gente me hable, si no conozco el extraño idioma que hablan los hombres?

- Tu ángel te dirá las palabras mas dulces y más tiernas que puedas escuchar y con mucha paciencia y con cariño te enseñará a hablar.

-¿Y que haré cuando quiera hablar contigo?

- Tu ángel te juntará las manitas te enseñará a orar y podrás hablarme.

-He oído que en la tierra hay hombres malos. ¿Quién me defenderá?

- Tu ángel te defenderá mas aún a costa de su propia vida.

- Pero estaré siempre triste porque no te veré más Señor.

- Tu ángel te hablará siempre de Mí y te enseñará el camino para que regreses a mi presencia, aunque yo siempre estaré a tu lado.

En ese instante, una gran paz reinaba en el cielo pero ya se oían voces terrestres, y el niño presuroso repetía con lágrimas en sus ojitos sollozando...

-¡¡Dios mío, si ya me voy dime su nombre!!. ¿Cómo se llama mi ángel?

- Su nombre no importa, tu le dirás : MAMÁ .

Fin.

domingo, 14 de noviembre de 2010

LOS DÍAS DE LA SEMANA

Los Dias de la Semana


Una vez los días de la semana quisieron divertirse y celebrar un banquete todos juntos. Sólo que los días estaban tan ocupados, que en todo el año no disponían de un momento de libertad; hubieron de buscarse una ocasión especial, en que les quedara una jornada entera disponible, y vieron que esto ocurría cada cuatro años: el día intercalar de los años bisiestos, que lo pusieron en febrero para que el tiempo no se desordenara.

Así, pues, decidieron reunirse en una comilona el día 29 de febrero; y siendo febrero el mes del carnaval, convinieron en que cada uno se disfrazaría, comería hasta hartarse, bebería bien, pronunciaría un discurso y, en buena paz y compañía, diría a los demás cosas agradables y desagradables. Los gigantes de la Antigüedad en sus banquetes solían tirarse mutuamente los huesos mondos a la cabeza, pero los días de la semana llevaban el propósito de dispararse juegos de palabras y chistes maliciosos, como es propio de las inocentes bromas de carnaval.

Llegó el día, y todos se reunieron.






Domingo, el presidente de la semana, se presentó con abrigo de seda negro. Las personas piadosas podían pensar que lo hacía para ir a la iglesia, pero los mundanos vieron en seguida que iba de dominó, dispuesto a concurrir a la alegre fiesta, y que el encendido clavel que llevaba en el ojal era la linternita roja del teatro, con el letrero: «Vendidas todas las localidades. ¡Que se diviertan!».




Lunes, joven emparentado con el Domingo y muy aficionado a los placeres, llegó el segundo. Decía que siempre salía del taller cuando pasaban los soldados.

-Necesito salir a oír la música de Offenbach. No es que me afecte la cabeza ni el corazón; más bien me cosquillea en las piernas, y tengo que bailar, irme de parranda, acostarme con un ojo a la funerala; sólo así puedo volver al trabajo al día siguiente. Soy lo nuevo de la semana





Martes, el día de Marte, o sea, el de la fuerza.

-¡Sí, lo soy! -dijo-. Pongo manos a la obra, ato las alas de Mercurio a las botas del mercader, en las fábricas inspecciono si han engrasado las ruedas y si éstas giran; atiendo a que el sastre esté sentado sobre su mesa y que el empedrador cuide de sus adoquines. ¡Cada cual a su trabajo! No pierdo nada de vista, por eso he venido en uniforme de policía.

-Si no les parece adecuado, búsquenme un atuendo mejor.






-¡Ahora voy yo! -dijo Miércoles-. Estoy en el centro de la semana. Soy oficial de la tienda, como una flor entre el resto de honrados días laborables. Cuando dan orden de marcha, llevo tres días delante y otros tres detrás, como una guardia de honor. Tengo motivos para creer que soy el día de la semana más distinguido.



Jueves se presentó vestido de calderero, con el martillo y el caldero de cobre; era el atributo de su nobleza.

-Soy de ilustre cuna -dijo-, ¡gentil, divino! En los países del Norte me han dado un nombre derivado de Donar, y en los del Sur, de Júpiter. Ambos entendieron en el arte de disparar rayos y truenos, y esto ha quedado en la familia.

Y demostró su alta alcurnia golpeando en el caldero de cobre.




Viernes venia disfrazado de señorita, y se llamaba Freia o Venus, según el lenguaje de los países que frecuentaba. Por lo demás, afirmó que era de carácter pacífico y dulce, aunque aquel día se sentía alegre y desenvuelto; era el día bisiesto, el cual da libertad a la mujer, pues, según una antigua costumbre, ella es la que se declara, sin necesidad de que el hombre le haga la corte.


Sábado vino de ama de casa, con escoba, como símbolo de la limpieza. Su plato característico era la sopa de cerveza, mas no reclamó que en ocasión tan solemne la sirviesen a todos los comensales; sólo la pidió para ella, y se la trajeron.

Y todos los días de la semana se sentaron.

Los siete quedan dibujados, utilizables para cuadros vivientes en círculos familiares, donde pueden ser presentados de la manera más divertida. Aquí los damos en febrero sólo en broma, el único mes que tiene un día de propina.

FIN

Hans Cristian Andersen

sábado, 9 de octubre de 2010

LA HILANDERA


LA HILANDERA

Érase una vez un molinero muy pobre que no tenía en el mundo más que a su hija. Ella era una muchacha muy hermosa. Cierto día, el rey mandó llamar al molinero, pues hacía mucho tiempo no le pagaba impuestos. El pobre hombre no tenía dinero, así es que se le ocurrió decirle al rey:

-Tengo una hija que puede hacer hilos de oro con la paja.

-¡Tráela! -ordenó el rey.

Esa noche, el rey llevó a la hija del molinero a una habitación llena de paja y le dijo:

-Cuando amanezca, debes haber terminado de fabricar hilos de oro con toda esta paja. De lo contrario, castigaré a tu padre y también a tí. La pobre muchacha ni sabía hilar, ni tenía la menor idea de cómo hacer hilos de oro con la paja. Sin embargo, se sentó frente a la rueca a intentarlo. Como su esfuerzo fue en vano, desconsolada, se echó a llorar.

De repente, la puerta se abrió y entró un hombrecillo extraño.

-Buenas noches, dulce niña. ¿Por qué lloras?

-Tengo que fabricar hilos de oro con esta paja -dijo sollozando-, y no sé cómo hacerlo.

-¿Qué me das a cambio si la hilo yo? -preguntó el hombrecillo.

-Podría darte mi collar -dijo la muchacha.

-Bueno, creo que eso bastará -dijo el hombrecillo, y se sentó frente a la rueca.

Al otro día, toda la paja se había transformado en hilos de oro. Cuando el rey vio la habitación llena de oro, se dejó llevar por la codicia y quiso tener todavía más. Entonces condujo a la muchacha a una habitación aún más grande, llena de paja, y le ordenó convertirla en hilos de oro. La muchacha estaba desconsolada.

"¿Qué voy a hacer ahora?" se dijo.

Esa noche, el hombrecillo volvió a encontrar a la joven hecha un mar de lágrimas. Esta vez, aceptó su anillo de oro a cambio de hilar toda la paja.Al ver tal cantidad de oro, la avaricia del rey se desbordó. Encerró a la muchacha en una torre llena de paja.

-Si mañana por la mañana ya has convertido toda esta paja en hilos de oro, me casaré contigo y serás la reina.

El hombrecillo regresó por la noche, pero la pobre muchacha ya no tenía nada más para darle.

-Cuando te cases -propuso el hombrecillo- tendrás que darme tu primer hijo.

Como la muchacha no encontró una solución mejor, tuvo que aceptar el trato.

Al día siguiente, el rey vio con gran satisfacción que la torre estaba llena de hilos de oro. Tal como lo había prometido, se casó con la hija del molinero.

Un año después de la boda, la nueva reina tuvo una hija.

La reina había olvidado por completo el trato que había hecho con el hombrecillo, hasta que un día apareció.

-Debes darme lo que me prometiste -dijo el hombrecillo.

La reina le ofreció toda clase de tesoros para poder quedarse con su hija, pero el hombrecillo no los aceptó.

-Un ser vivo es más precioso que todas las riquezas del mundo -dijo.

Desesperada al escuchar estas palabras, la reina rompió a llorar. Entonces el hombrecillo dijo:

-Te doy tres días para adivinar mi nombre. Si no lo logras, me quedo con la niña.

La reina pasó la noche en vela haciendo una lista de todos los nombres que había escuchado en su vida. Al día siguiente, la reina le leyó la lista al hombrecillo, pero la respuesta de éste a cada uno de ellos fue siempre igual:

-No, así no me llamo yo.

La reina resolvió entonces mandar a sus emisarios por toda la ciudad a buscar todo tipo de nombres.

Los emisarios regresaron con unos nombres muy extraños como Piedrablanda y Aguadura, pero ninguno sirvió. El hombrecillo repetía siempre:

-No, así no me llamo yo.

Al tercer día, la desesperada reina envió a sus emisarios a los rincones más alejados del reino.
Ya entrada la noche, el último emisario en llegar relató una historia muy particular.

-Iba caminando por el bosque cuando de repente vi a un hombrecillo extraño bailando en torno a una hoguera. Al tiempo que bailaba iba cantando: "¡La reina perderá, pues mi nombre nunca sabrá. Soy el gran Rumpelstiltskin!"

Esa misma noche, la reina le preguntó al hombrecillo:

-¿Te llamas Alfalfa?

-No, así no me llamo yo.

-¿Te llamas Zebulón?

-No, así no me llamo yo.

-¿Será posible, entonces, que te llames Rumpelstilstkin? -preguntó por fin la reina.

Al escuchar esto, el hombrecillo sintió tanta rabia que la cara se le puso azul y después marrón. Luego pateó tan fuerte el suelo que le abrió un gran hueco.

Rumpelstiltskin desapareció por el hueco que abrió en el suelo y nadie lo volvió a ver jamás. La reina, por su parte, vivió feliz para siempre con el rey y su preciosa hijita.

FIN

sábado, 4 de septiembre de 2010

LÁGRIMAS DE CHOCOLATE

LÁGRIMAS DE CHOCOLATE


Camila Comila era una niña golosa y comilona que apenas tenía amigos y sólo encontraba diversión en los dulces y los pasteles.

Preocupados, sus papás escondían cualquier tipo de dulce que caía en sus manos, y la niña comenzó una loca búsqueda de golosinas por todas partes.

En uno de sus paseos, acabó en una pequeña choza desierta, llena de chacharros y vasos de todos los tipos y colores. Entre todos ellos, se fijó en una brillante botellita de crital dorado, rellena de lo que parecía chocolate, y no dudó en bebérselo de un trago. Estaba delicioso, pero sintió un extraño cosquilleo, y entonces reparó en el título de la etiqueta: "lágrimas de cristal", decía, y con pequeñísimas letras explicaba: "conjuro para convertir en chocolate cualquier tipo de lágrimas".

¡Camila estaba entusiasmada! Corrió por los alrededores buscando quien llorase, hasta encontrar una pequeña niña que lloraba desconsolada.

Nada más ver sus lágrimas, estas se convirtieron en chocolate, endulzando los labios de la niñita, que al poco dejó de llorar. Juntas pasaron un rato divertido probando las riquísimas lágrimas, y se despidieron como amigas. Algo parecido ocurrió con una mujer que había dejado caer unos platos y un viejito que no encontraba su bastón; la aparición de Camila y las lágrimas de chocolate animaron sus caras y arrancaron alguna sonrisa.

Pronto Camila se dio cuenta de que mucho más que el chocolate de aquellas lágrimas, era alegrar a personas con problemas lo que la hacía verdaderamente feliz, y sus locas búsquedas de dulces se convirtieron en simpática ayuda para quienes encontraba entregados a la tristeza. Y de aquellos dulces encuentros surgieron un montón de amigos que llenaron de sentido y alegría la vida de Camila.


Autor.. Pedro Pablo Sacristan

sábado, 7 de agosto de 2010

DOS DUENDES Y DOS DESEOS


DOS DUENDES Y DOS DESEOS

Hubo una vez, hace mucho, muchísimo tiempo, tanto que ni siquiera el existían el día y la noche, y en la tierra sólo vivían criaturas mágicas y extrañas, dos pequeños duendes que soñaban con saltar tan alto, que pudieran llegar a atrapar las nubes.

Un día, la Gran Hada de los Cielos los descubrió saltando una y otra vez, en un juego inútil y divertido a la vez, tratando de atrapar unas ligeras nubes que pasaban a gran velocidad. Tanto le divirtió aquel juego, y tanto se rio, que decidió regalar un don mágico a cada uno.

- ¿Qué es lo que más desearías en la vida? Sólo una cosa, no puedo darte más - preguntó al que parecía más inquieto.

El duende, emocionado por hablar con una de las Grandes Hadas, y ansioso por recibir su deseo, respondió al momento.

- ¡Saltar! ¡Quiero saltar por encima de las montañas! ¡Por encima de las nubes y el viento, y más allá del sol!

- ¿Seguro? - dijo el hada - ¿No quieres ninguna otra cosa?

El duendecillo, impaciente, contó los años que había pasado soñando con aquel don, y aseguró que nada podría hacerle más feliz. El Hada, convencida, sopló sobre el duende y, al instante, éste saltó tan alto que en unos momentos atravesó las nubes, luego siguió hacia el sol, y finalmente dejaron de verlo camino de las estrellas.

El Hada, entoces, se dirigió al otro duende.

- ¿Y tú?, ¿qué es lo que más quieres?

El segundo duende, de aspecto algo más tranquilo que el primero, se quedó pensativo. Se rascó la barbilla, se estiró las orejas, miró al cielo, miró al suelo, volvió a mirar al cielo, se tapó los ojos, se acercó una mano a la oreja, volvió a mirar al suelo, puso un gesto triste, y finalmente respondió:

- Quiero poder atrapar cualquier cosa, sobre todo para sujetar a mi amigo. Se va a matar del golpe cuando caiga.

En ese momento, comenzaron a oír un ruido, como un gritito en la lejanía, que se fue acercando y acercando, sonando cada vez más alto, hasta que pudieron distinguir claramente la cara horrorizada del primer duende ante lo que iba a ser el tortazo más grande de la historia. Pero el hada sopló sobre el segundo duende, y éste pudo atraparlo y salvarle la vida.

Con el corazón casi fuera del pecho y los ojos llenos de lágrimas, el primer duende lamentó haber sido tan impulsivo, y abrazó a su buen amigo, quien por haber pensado un poco antes de pedir su propio deseo, se vio obligado a malgastarlo con él. Y agradecido por su generosidad, el duende saltarín se ofreció a intercambiar los dones, guardando para sí el inútil don de atrapar duendes, y cediendo a su compañero la habilidad de saltar sobre las nubes. Pero el segundo duende, que sabía cuánto deseaba su amigo aquel don, decidió que lo compartirían por turnos. Así, sucesivamente, uno saltaría y el otro tendría que atraparlo, y ambos serían igual de felices.

El hada, conmovida por el compañerismo y la amistad de los dos duendes, regaló a cada uno los más bellos objetos que decoraban sus cielos: el sol y la luna. Desde entonces, el duende que recibió el sol salta feliz cada mañana, luciendo ante el mundo su regalo. Y cuando tras todo un día cae a tierra, su amigo evita el golpe, y se prepara para dar su salto, en el que mostrará orgulloso la luz de la luna durante toda la noche.


Autor.. Pedro Pablo Sacristan

sábado, 10 de julio de 2010

EL BURRITO DESCONTENTO


EL BURRITO DESCONTENTO

Érase que se era un día de invierno muy crudo. En el campo nevaba copiosamente, y dentro de una casa de labor, en su establo, había un Burrito que miraba a través del cristal de la ventana. Junto a él tenía el pesebre cubierto de paja seca. - Paja seca! - se decía el Burrito, despreciándola. Vaya una cosa que me pone mi amo! Ay, cuándo se acabará el invierno y llegará la primavera, para poder comer hierba fresca y jugosa de la que crece por todas partes, en prado y junto al camino! Así suspirando el Burrito de nuestro cuento, fue llegando la primavera, y con la ansiada estación creció hermosa hierba verde en gran abundancia. El Burrito se puso muy contento; pero, sin embargo, le duró muy poco tiempo esta alegría. El campesino segó la hierba y luego la cargó a lomos del Burrito y la llevó a casa. Y luego volvió y la cargó nuevamente. Y otra vez. Y otra. De manera que al Burrito ya no le agradaba la primavera, a pesar de lo alegre que era y de su hierva verde. Ay, cuándo llegará el verano, para no tener que cargar tanta hierba del prado! Vino el verano; mas no por hacer mucho calor mejoró la suerte del animal. Porque su amo le sacaba al campo y le cargaba con mieses y con todos los productos cosechados en sus huertos. El Burrito descontento sudaba la gota gorda, porque tenía que trabajar bajo los ardores del Sol. - Ay, qué ganas tengo de que llegue el otoño! Así dejaré de cargar haces de paja, y tampoco tendré que llevar sacos de trigo al molino para que allí hagan harina. Así se lamentaba el descontento, y ésta era la única esperanza que le quedaba, porque ni en primavera ni en verano había mejorado su situación.
Pasó el tiempo... Llegó el otoño. Pero, qué ocurrió? El criado sacaba del establo al Burrito cada día y le ponía la albarda. - Arre, arre! En la huerta nos están esperando muchos cestos de fruta para llevar a la bodega. El Burrito iba y venía de casa a la huerta y de la huerta a la casa, y en tanto que caminaba en silencio, reflexionaba que no había mejorado su condición con el cambio de estaciones. El Burrito se veía cargado con manzanas, con patatas, con mil suministros para la casa. Aquella tarde le habían cargado con un gran acopio de leña, y el animal, caminando hacia la casa, iba razonando a su manera: - Si nada me gustó la primavera, menos aún me agrado el verano, y el otoño tampoco me parece cosa buena, Oh, que ganas tengo de que llegue el invierno! Ya sé que entonces no tendré la jugosa hierba que con tanto afán deseaba. Pero, al menos, podré descasar cuanto me apetezca. Bienvenido sea el invierno! Tendré en el pesebre solamente paja seca, pero la comeré con el mayor contento. Y cuando por fin, llegó el invierno, el Burrito fue muy feliz. Vivía descansado en su cómodo establo, y, acordándose de las anteriores penalidades, comía con buena gana la paja que le ponían en el pesebre. Ya no tenía las ambiciones que entristecieron su vida anterior. Ahora contemplaba desde su caliente establo el caer de los copos de nieve, y al Burrito descontento (que ya no lo era) se le ocurrió este pensamiento, que todos nosotros debemos recordar siempre, y así iremos caminando satisfechos por los senderos de la vida: Contentarnos con nuestra suerte es el secreto de la felicidad.

jueves, 1 de julio de 2010

PREMIO

Otro precioso premio que nos concede Brujita , pasaros por su blog tiene cosas muy bonitas para los niños, gracias por pensar siempre en este blog




LAS ZAPATILLAS ROJAS


LAS ZAPATILLAS ROJAS

Hace mucho, mucho tiempo, vivía una hermosa niña que se llamaba Karen. Su familia era muy pobre, así que no podía comprarle aquello que ella deseaba por encima de todas las cosas: unas zapatillas de baile de color rojo. Porque lo que más le gustaba a Karen era bailar, cosa que hacía continuamente. A menudo se imaginaba a sí misma como una estrella del baile, recibiendo felicitaciones y admiración de todo el mundo.

Al morir su madre, una atesorada señora acogió a la niña y la cuidó como si fuera hija suya. Cuando llegó el momento de su puesta de largo, la llamó a su presencia: - Ve y cómprate calzado adecuado para la ocasión - Le dijo su benefactora alargándole el dinero. Pero Karen, desobedeciendo, y aprovechando que la vieja dama no veía muy bien, encargó a la zapatera un par de zapatos rojos de baile.

El día de la celebración, todo el mundo miraba los zapatos rojos de Karen. Incluso alguien hizo notar a la anciana mujer que no estaba bien visto que una muchachita empleara ese tono en el calzado. La mujer, enfadada con Karen por haber desobedecido, la reprendió allí mismo: - Eso es coquetería y vanidad, Karen, y ninguna de esas cualidades te ayudará nunca. Sin embargo, la niña aprovechaba cualquier ocasión para lucirlos.

La pobre señora murió al poco tiempo y se organizó el funeral. Como había sido una persona muy buena, llegó gente de todas partes para celebrar el funeral. Cuando Karen se vestía para acudir, vio los zapatos rojos con su charol brillando en la oscuridad. Sabía que no debía hacerlo, pero, sin pensárselo dos veces, cogió las zapatillas encantadas y metió dentro sus piececitos: -¡Estaré mucho más elegante delante de todo el mundo!- se dijo.

Al entrar en la iglesia, un viejo horrible y barbudo se dirigió a ella: -¡Qué bonitos zapatos rojos de baile! ¿Quieres que te los limpie?- le dijo. Karen pensó que así los zapatos brillarían más y no hizo caso de lo que la señora siempre le había recomendado sobre el recato en el vestir. El hombre miró fijamente las zapatillas, y con un susurro y un golpe en las suelas les ordenó: -¡Ajustaos bien cuando bailéis!

Al salir de la iglesia, ¡Cuál sería la sorpresa de Karen al sentir un cosquilleo en los pies! Las zapatillas rojas se pusieron a bailar como poseídas por su propia música. Las gentes del pueblo, extrañadas, vieron cómo Karen se alejaba bailando por las plazas, los prados y los pastos. Por más que lo intentara, no había forma de soltarse los zapatos: estaban soldados a sus pies, ¡y ya no había manera de saber qué era pie y qué era zapato!

Pasaron los días y Karen seguía bailando y bailando. ¡Estaba tan cansada...! y nunca se había sentido tan sola y triste. Lloraba y lloraba mientras bailaba, pensando en lo tonta y vanidosa que había sido, en lo ingrata que era su actitud hacia la buena señora y la gente del pueblo que la había ayudado tanto. - ¡No puedo más!- gimió desesperada -¡Tengo que quitarme estos zapatos aunque para ello sea necesario que me corten los pies!-

Karen se dirigió bailando hacia un pueblo cercano donde vivía un verdugo muy famoso por su pericia con el hacha. Cuando llegó, sin dejar de bailar y con lágrimas en los ojos gritó desde la puerta: -¡Sal! ¡Sal! No puedo entrar porque estoy bailando. -¿Es que no sabes quién soy? ¡Yo corto cabezas!, y ahora siento cómo mi hacha se estremece.- dijo el verdugo.

-¡No me cortes la cabeza -dijo Karen-, porque entonces no podré arrepentirme de mi vanidad! Pero por favor, córtame los pies con los zapatos rojos para que pueda dejar de bailar. Pero cuando la puerta se abrió, la sorpresa de Karen fue mayúscula. El terrible verdugo no era otro que el mendigo limpiabotas que había encantado sus zapatillas rojas.

-¡Qué bonitos zapatos rojos de baile!- exclamó -¡Seguro que se ajustan muy bien al bailar!- dijo guiñando un ojo a la pobre Karen -Déjame verlos más de cerca...-. Pero nada más tocar el mendigo los zapatos con sus dedos esqueléticos, las zapatillas rojas se detuvieron y Karen dejó de bailar. Aprendió la lección, las guardó en una urna de cristal y no pasó un solo día en el que no agradeciera que ya no tuviera que seguir bailando dentro de sus zapatillas rojas.

FIN

sábado, 15 de mayo de 2010

ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA


ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA

Aladino era un joven que vivía en Oriente Medio. Al morir su padre, su madre tuvo que trabajar sin descanso mientras su hijo crecía en las calles sin oficio.

Un día en el mercado, un anciano le preguntó por su padre, y al saber de su muerte lloró y le dijo:
- Soy tu tío Salim hermano de tu padre. Llévame ante tu madre. Pero en realidad era un mago africano.

Aladino lo llevo a su humilde casa y su madre no tenía que darles de comer. El mercader les dio unas monedas y les ofreció ayuda porque decía ser muy rico.
-¿Que oficio tienes? - le preguntó al muchacho y este no supo que decir; entonces su mamá contestó:
- No sabe nada, solo anda por las calles con sus amigos.
-¡Pero esto no está bien! Ven con migo a la India y te ayudaré a poner una tienda de ricas telas.
Por la mañana, partieron en camellos. Viajaron hasta la noche y el mago pidió a Aladino que recogiera leña para el fuego:
-Ve y luego te revelaré un secreto. - dijo el viejo.
Al rato frente a una enorme fogata el mago comenzó a pronunciar palabras mágicas y extrañas... ¡De repente del fuego, salió una puerta de loza amarilla! Aladino atemorizado quiso huir pero el mago le ordenó:
-¡Abre la losa, no te pasará nada y serás recompensado! Baja y atraviesa un jardín. Al final hallarás una lámpara de aceite colgada. ¡Tráemela! Aladino encontró la lámpara y dentro de ella un anillo que se puso en el dedo. Al regresar se llenó los bolsillos de piedras preciosas que pendían de los arbustos del jardín. Cuando quiso salir del pozo el mago no quiso ayudarle, solo quería que le de la lámpara Aladino le suplicó que lo sacara pero el mago se puso furioso y le dijo que antes de sacarlo prefería perder los poderes de la lámpara y de un golpe serró la pequeña puerta. Entonces todo era oscuridad y frío y el pobre joven comenzó a frotarse las manos para darse calor y como una nube de luz salió del anillo; era un genio que le dijo:
- "Amo haré lo que me ordenes" y sin pensarlo mucho Aladino le pidió que lo llevara a la casa de su mamá. En pocos segundos aparecieron allí y le contaron lo sucedido a su madre, esta muy triste dijo:
- Hijo no se que hacer, ya no queda dinero ni para la comida... El genio del anillo que estaba oyendo todo se disculpó:
- No puedo, solo puedo llevarte de un sitio a otro. La madre entonces decidió vender la lámpara y comenzó a frotarla con un paño para limpiar la suciedad. De repente apareció un horrible genio que con una vos espantosa dijo:
-Soy el esclavo de la lámpara .Ordenen y obedeceré. A partir de es día a Aladino y su madre no les faltó nada.

Aladino comenzó a aprender el oficio de comerciante y un día paseando por el mercado vio pasar a la hermosa hija del sultán quien lo enamoró con solo una mirada. Al llegar a su casa el joven pidió a su madre que llevase las piedras preciosas que había recogido en el jardín y que le pidiese la mano de su hija para poder casarse con ella. La mamá trató de convencer al sultán pero este le propuso: - Si tu hijo construye antes de mañana un espléndido palacio, consentiré esta boda. Aladino ansioso le pidió al genio de la lámpara que levantara un palacio de mármol y piedras preciosas, con el jardín mas bello de todos. Al día siguiente el sultán quedó impresionado al ver tal palacio y concedió la mano de su hija al muchacho. En pocos días se casaron y comenzaron una vida muy feliz.

Pero en África el viejo mago se enteró de que Aladino no había muerto y furioso emprendió su regreso para buscar la lámpara maravillosa. Al llegar compró lámparas nuevas y las llevó al palacio:
- ¿Quién cambia lámparas nuevas por viejas? - iba gritando. La princesa que estaba en el balcón ofreció la vieja lámpara de Aladino al anciano. Al anochecer el mago hizo aparecer al genio y le ordenó:
- Deseo que me lleves, junto al palacio y la princesa, al África. El genio arrancó el palacio y lo llevó en sus brazos rápidamente.

El sultán al enterarse sospechó de Aladino, entonces este tuvo que contarle a su suegro su desgraciada aventura:
- Te perdonaré la vida si antes de cuarenta días y cuarenta noches me traes a mi hija. - le dijo el sultán. El jóven estaba desesperado pero se acordó del genio del anillo y lo hizo aparecer y le ordenó que lo llevara junto a la princesa. Casi sin darse cuenta, aparecieron en África. El joven encontró a su esposa llorando. Llegó hasta ella y le contó lo sucedido.
- ¿Dónde está la lámpara ahora?
- preguntó a la princesa.
- El malvado mago no se separaba ni un segundo de ella.

Entre los dos elaboraron un plan: ella se puso hermosísima e invitó al mago a cenar y cuando este se entretuvo tomando una copa de vino Aladino aprovechó recuperó la lámpara y lanzó al viejo por el balcón. Luego hizo aparecer al genio y le ordenó que los devuelva a Oriente junto al palacio.

El sultán y la mamá de Aladino abrazaron felices a sus hijos al verlos llegar.

Organizaron una semana entera de festejos...Aladino llegó a reinar en Oriente y fue feliz con la princesa por mucho tiempo.

FIN

miércoles, 24 de marzo de 2010

EL PRÍNCIPE AZUL



EL PRÍNCIPE FELIZ

Oscar Wilde

En la parte más alta de la ciudad, sobre una gran columna, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.
Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.
Por todo lo cual era muy admirada.
-Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte- . Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico, cosa que, en realidad, no era.
-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.
-Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.
-Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.
-¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de matemáticas- si no habéis visto uno nunca?
-¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños.
Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.
Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad. Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.
Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.
-¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.
Y el Junco le hizo un profundo saludo.
Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.
Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.
-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.
Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.
Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo. Una vez que se fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a cansarse de su amante.
-No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa.
Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.
-Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.
-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco. Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.
-¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!
Y la Golondrina se fue.
Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.
-¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.
Entonces divisó la estatua sobre la columna.
-Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.
Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.
-Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo.
Y se dispuso a dormir.
Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua.
-¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.
Entonces cayó una nueva gota.
-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de chimenea.
Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota. La Golondrina miró hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio!
Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.
Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse llena de piedad.
-¿Quién sois? -dijo.
-Soy el Príncipe Feliz.
-Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -preguntó la Golondrina- . Me habéis empapado casi.
-Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placeres la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar.
«¡Cómo! ¿No es de oro de ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.
-Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa.
Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarla el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover.
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas
revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita - dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!
-No creo que me agraden los niños -contestó la Golondrina-. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas, volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.
Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.
-Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera.
-Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe.
Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad. Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco.
Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile.
Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.
-¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor!
-Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial - respondió ella-. He mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras!
Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el ghetto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre.
Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre habíase quedado dormida de cansancio.
La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.
-¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor. Y cayó en un delicioso sueño.
Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.
-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío.
Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía.
Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.
-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en invierno!
Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local. Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!...
-Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina.
Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre.
Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia.
Por todas parte adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:
-¡Qué extranjera más distinguida!
Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.
-¿Tenéis algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo?
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.
-Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?
-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.
-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso. Y se puso a llorar.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido.
Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación.
El joven tenía la cabeza hundida en sus manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.
-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra.
Y parecía completamente feliz.
Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto.
Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos.
-¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente.
-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina. Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.
-He venido para deciros adiós -le dijo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?
-Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano.
-Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.
-Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo.
Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.
-¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña, y corrió a su casa muy alegre.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.
-Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre.
-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto.
-Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina.
Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que habla visto en países extraños. Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas.
-Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas.
Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas.
Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras. Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.
- ¡Qué hambre tenemos! -decían.
-¡No se puede estar tumbado aquí! -les gritó un guardia.
Y se alejaron bajo la lluvia.
Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.
-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices.
Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza.
Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.
-¡Ya tenemos pan! -gritaban.
Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo.
Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían. Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.
La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo.
Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas.
Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.
-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano.
-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.
-No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad? Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.
En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo.
El hecho es que su corazón de plomo se había partido en dos. Realmente hacia un frío terrible.
A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad.
Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz!
-¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde.
Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.
-El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado - dijo el alcalde- En resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero.
-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales.
-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí.
Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea. Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.
-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la Universidad.
Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal.
-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.
-O la mía -dijo cada uno de los concejales.
Y acabaron disputando.
-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como deshecho.
Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.
-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles.
Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.
-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.

FIN

domingo, 21 de marzo de 2010

EL SENDERO DEL MAGO




EL SENDERO DEL MAGO
Deepak Chopra

El más puro de los caballeros que sirvió a Arturo fue Galahad, a pesar de tener en común con el rey el hecho de haber sido concebido fuera del matrimonio.

Aunque el hecho de que Galahad fuese hijo natural de Lancelot, no conllevaba estigma alguno, cuando llego el día en que debía convertirse en paladín de una dama de la corte, el rey Arturo se opuso y manifestó su descontento.

- "No permitiré que seas el paladín de ninguna dama noble", declaró Arturo.

Galahad se ruborizó y tartamudeó:- "Pero mi señor, todo caballero debe servir a una dama para demostrarle la pureza de su amor".

"¿Qué sabes tu del amor?" Preguntó Arturo de una manera tan incisiva que Galahad se ruborizó todavía más intensamente. "Si estás tan ansioso de luchar por una dama, te presentaré a tres para que escojas".

El rey mandó llamar inmediatamente a Margaret, una vieja lavandera de cabello cano y con verrugas en la nariz. "¿Le servirás a ella por amor, gentil caballero?, -le preguntó Arturo. La confusión de Galahad fue enorme. "No comprendo mi señor" murmuró.

Arturo lo miró fijamente he hizo salir a la mujer. "Traigan a otra", ordenó. Esta vez trajeron a una niña recién nacida. "Si Margaret te pareció demasiado vieja y fea, entonces ¿Qué piensas de esta dama? Es de noble cuna y no puedes negar su hermosura". Aunque no había duda de que la niña era muy hermosa, la confusión de Galahad, iba en aumento. Sacudió la cabeza.

"Este amor del que hablas es un amor difícil de complacer" dijo Arturo. Mandó llamar a una tercera dama, y esta vez entró Arabela, una preciosa niña de doce años. Galahad la miró y trato de reprimir la ira. "Mi señor, es apenas una jovencita y mi media hermana", dijo.

"Pediste una dama a la cual servir" dijo Arturo, "y he sido lo bastante generoso como para presentarte a tres. Ahora debes decidir".

Galahad, estaba aturdido. "¿Por qué te burlas de mí, de ese modo?", preguntó.

Arturo hizo un gesto con la mano, y en pocos minutos, salió todo el mundo del gran salón y ellos dos quedaron solos. "No me burlo de ti", le dijo. "Trato de mostrarte algo que aprendí de mi maestro Merlín".

Galahad alzó los ojos y vio que el ceño de Arturo se había suavizado. "Mis caballeros dicen servir a sus damas por amor", prosiguió el rey, "y, a pesar de sus votos de amar castamente, la mayoría de las veces sienten pasión por aquellas a quienes sirven, ¿no es verdad?, Galahad asintió. "Y cuanto más grande es su pasión por las damas, mayor es su celo de servirles, ¿verdad?, preguntó Arturo. El joven caballero asintió de nuevo. "Merlín me enseñó otra forma de amar", dijo Arturo. "Piensa en la anciana, en la niña recién nacida y en la jovencita que es tu hermana. Todas ellas son manifestaciones de lo femenino, y en la medida en que esas formas cambian, lo que llamas amor, cambia con ellas. Cuando dices que estás enamorado, lo que realmente estás diciendo es que has satisfecho una imagen que llevas dentro.

"Así es como comienza el apego, con la inclinación por una imagen. Podrías afirmar que amas a una mujer, pero si ella llegara a traicionarte con otro hombre, tu amor se trocaría en odio. ¿Por qué? Porque tu imagen interior ha sido mancillada y, puesto que ésa era la imagen que amabas, el hecho de que haya sido traicionada, te provoca ira".

"¿Qué puedo hacer al respecto?", preguntó Galahad. "Mira más allá de tus emociones, las cuales cambiarán constantemente y pregúntate que hay detrás de la imagen. Las imágenes son fantasías que existen para protegernos de algo que no deseamos enfrentar. En este caso se trata del vacío. A falta de amor por ti mismo, creas una imagen para tapar el vacío. De allí, el intenso dolor que causa un rechazo o una traición en el amor, porque deja expuesta la herida abierta de tu propia necesidad".

"El amor, es considerado como algo muy hermoso y elevado", se lamentó

Galahad, "no obstante, tú lo haces sonar como algo horrible".

Arturo sonrió. "Lo que suele considerarse amor, puede tener consecuencias terribles, pero ese no es el final de la historia. El amor tiene un secreto. Merlín me lo contó hace muchos años, como yo te lo confío ahora: Cuando puedas amar a una anciana, a una niña y a una jovencita de la misma manera, serás libre para amar más allá de la forma. Entonces se desatará dentro de ti la esencia del amor, que es una fuerza universal. Y dejarás de sentir apego -el llamado silencioso, al cual obedece el amor".

domingo, 7 de marzo de 2010

LEALTAD Y COMPROMISO


CUENTO

Hace mucho, mucho tiempo, antes de que los hombres y sus ciudades llenaran la tierra, antes incluso de que muchas cosas tuvieran un nombre, existía un lugar misterioso custodiado por el hada del lago, justa y generosa, todos sus vasallos siempre estaban dispuestos a servirle.
Y cuando unos malvados seres amenazaron el lago y sus bosques, muchos se unieron al hada cuando les pidió que la acompañaran en un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos en busca de la Piedra de Cristal, la única salvación posible para todos.

El hada advirtió de los peligros y dificultades, de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se asustó.
Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, el hada y sus 50 más leales vasallos comenzaron el viaje.
El camino fue aún más terrible y duro que lo había anunciado el hada. Se enfrentaron a bestias terribles, caminaron día y noche y vagaron perdidos por el desierto sufriendo el hambre y la sed.
Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra.
No era el más valiente, ni el mejor luchador, ni siquiera el más listo o divertido, pero continuó junto al hada hasta el final.
Cuando ésta le preguntaba que por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo "Os dije que os acompañaría a pesar de las dificultades, y éso es lo que hago, no voy a dar media vuelta sólo porque haya sido verdad que iba a ser duro".

Gracias a su leal Sombra, pudo el hada por fin encontrar la Piedra de Cristal, pero el monstruoso Guardián de la piedra no estaba dispuesto a entregársela.
Entonces Sombra, en un último gesto de lealtad, se ofreció a cambio de la piedra quedándose al servicio del Guardián por el resto de sus días...

La poderosa magia de la Piedra de Cristal permitió al hada regresar al lago y expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues de aquel firme y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro.
Y en su recuerdo, queriendo mostrar a todos el valor de la lealtad y el compromiso, regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.

La lealtad y el compromiso mantenidos ante las adversidades son las bases últimas de la amistad y el amor.

sábado, 6 de febrero de 2010

EL PINO




El Pino

Hans Christian Andersen

Allá lejos en el bosque había un pino: ¡qué pequeño y qué bonito era! Tenía un buen sitio donde crecer y todo el aire y la luz que quería, y estaba además acompañado por otros camaradas mayores que él, tantos pinos como abetos. ¡Pero se empeñaba en crecer con tan apasionada prisa!

No prestaba la menor atención al sol ni a la dulzura del aire, ni ponía interés en los niños campesinos que pasaban charlando por el sendero cuando salían a recoger frutillas.

A veces llegaban con una canasta llena, o con unas cuantas ensartadas en una caña, y se sentaban a su lado.

—¡Mira qué arbolito tan lindo! —decían—. Pero al arbolito no le gustaba nada oírles hablar así.

Al año siguiente se alargó hasta echar un nuevo nudo, y un año después, otro más alto aún. Ya se sabe que, tratándose de pinos, siempre es posible conocer su edad por el número de nudos que tienen.

—¡Oh, si pudiera ser tan alto como los demás árboles! —suspiraba—. Entonces podría extender mis ramas todo alrededor y miraría el vasto mundo desde mi copa. Los pájaros vendrían a hacer sus nidos en mis ramas y, siempre que soplase el viento, podría cabecear tan majestuosamente como los otros.

No lo contentaban los pájaros ni el sol, ni las rosadas nubes que, mañana y tarde, cruzaban navegando allá en lo alto.

Cuando venía el invierno y la resplandeciente blancura de la nieve se esparcía por todas partes, era frecuente que algún conejo se acercase dando rápidos brincos y saltase justamente por encima del pinito. ¡Oh, qué humillante era aquello!… Pero pasaron dos inviernos, y al tercero había crecido tanto, que los conejos viéronse forzados a rodearlo. "Sí, crecer, crecer, hacerse alto y mayor; esto es lo importante", —pensaba.

En el otoño siempre venían los leñadores a cortar algunos de los árboles más altos. Todos los años pasaba lo mismo, y el joven pino, que ya tenía una buena altura, temblaba sólo de verlos, pues los árboles más grandes y espléndidos crujían y acababan desplomándose en tierra. Entonces les cortaban todas las ramas, y quedaban tan despojados y flacos que era imposible reconocerlos; luego los cargaban en carretas y los caballos los arrastraban fuera del bosque.

¿Adónde se los llevaban? ¿Cuál sería su suerte?

En la primavera, tan pronto llegaban la golondrina y la cigüeña, el árbol les preguntaba:

—¿Saben ustedes adónde han ido los otros árboles, adónde se los han llevado? ¿Los han visto acaso?

Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña se quedó pensativa y respondió, moviendo la cabeza:

—Sí, creo saberlo. A mi regreso de Egipto encontré un buen número de nuevos veleros; tenían unos mástiles espléndidos, y en cuanto sentí el aroma de los pinos comprendí que eran ellos. ¡Oh, y qué derechos iban!

—¡Cómo me gustaría ser lo bastante grande para volar atravesando el mar! Y dicho sea de paso, ¿cómo es el mar? ¿A qué se parece?

—Sería demasiado largo explicártelo —respondió la cigüeña, y prosiguió su camino.

—Alégrate de tu juventud —dijeron los rayos del sol—; alégrate de tu vigoroso crecimiento y de la nueva vida que hay en ti.

Y el viento besó al árbol, y el rocío lo regó con sus lágrimas. Pero él era aún muy tierno y no comprendía las cosas.

Al acercarse la Navidad los leñadores cortaron algunos pinos muy jóvenes, que ni en edad ni en tamaño podían medirse con el nuestro, siempre inquieto y siempre anhelando marcharse. A estos jóvenes pinos, que eran justamente los más hermosos, les dejaron todas sus ramas. Así los depositaron en las carretas y así se los llevaron los caballos fuera del bosque.

—¿Adónde pueden ir? —se preguntaba el pino—. No son mayores que yo; hasta había uno que era mucho más pequeño. ¿Por qué les dejaron todas sus ramas? ¿Adónde los llevan?

—¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! —piaron los gorriones—. Hemos atisbado por las ventanas, allá en la ciudad; nosotros sabemos adónde han ido. Allí les esperan toda la gloria y todo el esplendor que puedas imaginarte. Nosotros hemos mirado por los cristales de las ventanas y vimos cómo los plantaban en el centro de una cálida habitación, y cómo los adornaban con las cosas más bellas del mundo: manzanas doradas, pasteles de miel, juguetes y cientos de velas.

—¿Y luego? —preguntó el pino, estremeciéndose en todas sus ramas—. ¿Y luego? ¿Qué pasa luego?

—Bueno, no vimos más —respondieron los gorriones—. Pero lo que vimos era magnífico.

—¡Si tendré yo la suerte de ir alguna vez por tan deslumbrante sendero! —exclamó el árbol con deleite—. Es aun mejor que cruzar el océano. ¡Qué ganas tengo de que llegue la Navidad! Ahora soy tan alto y frondoso como los que se llevaron el año pasado. ¡Oh, si estuviese ya en la carreta, si estuviese ya en esa cálida habitación en medio de ese brillo resplandeciente! ¿Y luego? Sí, luego tiene que haber algo mejor, algo aún más bello esperándome, porque si no, ¿para qué iban a adornarme de tal modo?, algo mucho más grandioso y espléndido. Pero ¿qué podrá ser? ¡Oh, qué dolorosa es la espera! Yo mismo no sé lo que me pasa.

—Alégrate con nosotros —dijeron el viento y la luz del sol— alégrate de tu vigorosa juventud al aire libre.

Pero el pino no tenía la menor intención de seguir su consejo. Continuó creciendo y creciendo; allí se estaba en invierno lo mismo que en verano, siempre verde, de un verde bien oscuro. La gente decía al verlo:

—¡Ése sí que es un hermoso árbol!

Y al llegar la Navidad fue el primero que derribaron. El hacha cortó muy hondo a través de la corteza, hasta la médula, y el pino cayó a tierra con un suspiro, desfallecido por el dolor, sin acordarse para nada de sus esperanzas de felicidad. Lo entristecía saber que se alejaba de su hogar, del sitio donde había crecido; nunca más vería a sus viejos amigos, los pequeños arbustos y las flores que vivían a su alrededor, y quizás ni siquiera a los pájaros. No era nada agradable aquella despedida.

No volvió en sí hasta que lo descargaron en el patio con los otros árboles y oyó a un hombre que decía:

—Éste es el más bello, voy a llevármelo.

Vinieron, pues, dos sirvientes de elegante uniforme y lo trasladaron a una habitación espléndida. Había retratos alrededor, colgados de todas las paredes, y dos gigantescos jarrones chinos, con leones en las tapas, junto a la enorme chimenea de azulejos. Había sillones, sofás con cubiertas de seda, grandes mesas atestadas de libros de estampas y juguetes que valían cientos de pesos, o al menos así lo creían los niños. Y el árbol fue colocado en un gran barril de arena, que nadie habría reconocido porque estaba envuelto en una tela verde, y puesto sobre una alfombra de colores brillantes. ¡Cómo temblaba el pino! ¿Qué pasaría luego? Tanto los sirvientes como las muchachas se afanaron muy pronto en adornarlo. De sus ramas colgaron bolsitas hechas con papeles de colores, cada una de las cuales estaba llena de dulces. Las manzanas doradas y las nueces pendían en manojos como si hubiesen crecido allí mismo, y cerca de cien velas, rojas, azules y blancas quedaron sujetas a las ramas. Unas muñecas que en nada se distinguían de las personas —muñecas como no las había visto antes el pino— tambaleándose entre el verdor, y en lo más alto de todo habían colocado una estrella de hojalata dorada. Era magnífico; jamás se había visto nada semejante.

—Esta noche —decían todos—, esta noche sí que va a centellear. ¡Ya verás!

"¡Oh, si ya fuese de noche!”, pensó el pino. ¡Si ya las velas estuviesen encendidas! ¿Qué pasará entonces?, me pregunto. ¿Vendrán a contemplarme los árboles del bosque? ¿Volarán los gorriones hasta los cristales de la ventana? ¿Echaré aquí raíces y conservaré mis adornos en invierno y en verano?”

Esto era todo lo que el pino sabía. De tanta impaciencia, comenzó a dolerle la corteza, lo que es tan malo para un árbol como el dolor de cabeza para nosotros.

Por fin se encendieron las velas y ¡qué deslumbrante fiesta de luces! El pino se echó a temblar con todas sus ramas, hasta que una de las velas prendió fuego a las hojas. ¡Huy, cómo le dolió aquello!

—¡Oh, qué lástima! —exclamaron las muchachas, y apagaron rápidamente el fuego. El árbol no se atrevía a mover una rama; tenía terror de perder alguno de sus adornos y se sentía deslumbrado por todos aquellos esplendores… De pronto se abrieron de golpe las dos puertas corredizas y entró en tropel una bandada de niños que se abalanzaron sobre el pino como si fuesen a derribarlo, mientras las personas mayores los seguían muy pausadamente. Por un momento los pequeñuelos se estuvieron mudos de asombro, pero sólo por un momento. Enseguida sus gritos de alegría llenaron la habitación. Se pusieron a bailar alrededor del pino, y luego le fueron arrancando los regalos uno a uno.

"Pero, ¿qué están haciendo?”, pensó el pino. ¿Qué va a pasar ahora?"

Las velas fueron consumiéndose hasta las mismas ramas, y en cuanto se apagó la última, dieron permiso a los niños para que desvalijasen al árbol. Precipitáronse todos a una sobre él, haciéndolo crujir en todas y cada una de sus ramas, y si no hubiese estado sujeto del techo por la estrella dorada de la cima se habría venido al suelo sin remedio.

Los niños danzaron a su alrededor con los espléndidos juguetes, y nadie reparó ya en el árbol, a no ser una vieja nodriza que iba escudriñando entre las hojas, aunque sólo para ver si por casualidad quedaban unos higos o alguna manzana rezagada.

—¡Un cuento, cuéntanos un cuento! —exclamaron los niños, arrastrando con ellos a un hombrecito gordo que fue a sentarse precisamente debajo del pino.

—Aquí será como si estuviésemos en el bosque —les dijo—, y al árbol le hará mucho bien escuchar el cuento. Pero sólo les contaré una historia. ¿Les gustaría el cuento de Ivede-Avede, o el de Klumpe-Dumpe, que aun cayéndose de la escalera subió al trono y se casó con la princesa?

—¡Klumpe-Dumpe! —gritaron algunos, y otros reclamaron a Ivede-Avede. El griterío y el ruido eran tremendos; sólo el pino callaba, pensando:

"¿Me dejarán a mí fuera de todo esto? ¿Qué papel me tocará representar?"

Pero, claro, ya había desempeñado su papel, ya había hecho justamente lo que tenía que hacer.

El hombrecito gordo les contó la historia de Klumpe-Dumpe, que aun cayéndose de la escalera subió al trono y se casó con la princesa. Y los niños aplaudieron y exclamaron:

—¡Cuéntanos otros! ¡Uno más!

Querían también el cuento de Ivede-Avede, pero tuvieron que contentarse con el de Klumpe-Dumpe. El pino permaneció silencioso en su sitio, pensando que jamás los pájaros del bosque habían contado una historia semejante.

"De modo que Klumpe-Dumpe se cayó de la escalera y, a pesar de todo, se casó con la princesa. ¡Vaya, vaya; así es como se progresa en el gran mundo!"., pensaba. “Seguro que tenía que ser cierto si aquel hombrecito tan agradable lo contaba.

Bien, ¿quién sabe? Quizás me caiga yo también de una escalera y termine casándome con una princesa."

Y se puso a pensar en cómo lo adornarían al día siguiente, con velas y juguetes, con oropeles y frutas.

—Mañana sí que no temblaré —se decía—. Me propongo disfrutar de mi esplendor todo lo que pueda. Mañana escucharé de nuevo la historia de Klumpe-Dumpe, y quizás también la de Ivede-Avede.

Y toda la noche se la pasó pensando en silencio.

A la mañana siguiente entraron el criado y la sirvienta.

"Ahora las cosas volverán a ser como deben", pensó el pino.

Mas, lejos de ello, lo sacaron de la estancia y, escaleras arriba, lo condujeron al desván, donde quedó tirado en un rincón oscuro, muy lejos de la luz del día.

"¿Qué significa esto? —se maravillaba el pino—. ¿Qué voy a hacer aquí arriba? ¿Qué cuentos puedo escuchar así?"

Y se arrimó a la pared, y allí se estuvo pensando y pensando… Tiempo para ello tenía de sobra, mientras pasaban los días y las noches. Nadie subía nunca, y cuando por fin llegó alguien fue sólo para amontonar unas cajas en el rincón. Parecía que lo habían olvidado totalmente.

"Ahora es el invierno afuera”, pensaba el pino. “La tierra estará dura y cubierta de nieve, de modo que sería imposible que me plantasen; tendré que permanecer en este refugio hasta la primavera. ¡Qué considerados son! ¡Qué buena es la gente!… Si este sitio no fuese tan oscuro y tan terriblemente solitario!… Si hubiese siquiera algún conejito… ¡Qué alegre era estar allá en el bosque, cuando la nieve lo cubría todo y llegaba el conejo dando saltos! Sí, ¡aun cuando saltara justamente por encima de mí, y a pesar de que esto no me hacía ninguna gracia! Aquí está uno terriblemente solo."

—¡Cuic! —chilló un ratoncito en ese mismo momento, colándose por una grieta del piso; y pronto lo siguió otro. Ambos comenzaron a husmear por el pino y a deslizarse entre sus ramas.

—Hace un frío terrible —dijeron los ratoncitos—, aunque éste es un espléndido sitio para estar. ¿No te parece, viejo pino?

—Yo no soy viejo —respondió el pino—. Hay muchos árboles más viejos que yo.

—¿De dónde has venido? —preguntaron los ratones, pues eran terriblemente curiosos—, ¿qué puedes contarnos? Háblanos del más hermoso lugar de la tierra. ¿Has estado en él alguna vez? ¿Has estado en la despensa donde los quesos llenan los estantes y los jamones cuelgan del techo, donde se puede bailar sobre velas de sebo y el que entra flaco sale gordo?

—No —respondió el pino—, no conozco esa despensa, pero en cambio conozco el bosque donde brilla el sol y cantan los pájaros.

Y les habló entonces de los días en que era joven. Los ratoncitos no habían escuchado nunca nada semejante, y no perdieron palabra.

—¡Hombre, mira que has visto cosas! —dijeron—. ¡Qué feliz habrás sido!

—¿Yo? —preguntó el pino, y se puso a considerar lo que acababa de decir—. Sí, es cierto; eran realmente tiempos muy agradables.

Y pasó a contarles lo ocurrido en Nochebuena, y cómo lo habían adornado con pasteles y velas.

—¡Oooh! —dijeron los ratoncitos—. ¡Sí que has sido feliz, viejo pino!

—Yo no tengo nada de viejo —repitió el pino—. Fue este mismo invierno cuando salí del bosque. Estoy en plena juventud: lo único que pasa es que, por el momento, he dejado de crecer.

—¡Qué lindas historias cuentas! —dijeron los ratoncitos. Y a la noche siguiente regresaron con otros cuatro que querían escuchar también los relatos del pino. Mientras más cosas contaba, mejor lo iba recordando todo, y se decía:

—Aquellos tiempos sí que eran realmente buenos; pero puede que vuelvan otra vez, puede que vuelvan… Klumpe-Dumpe se cayó de la escalera y, aun así, se casó con la princesa; quizás a mí me pase lo mismo.

Y justamente entonces el pino recordó a una tierna y pequeña planta de la familia de los abedules que crecía allá en el bosque, y que bien podría ser, para un pino, una bellísima princesa.

—¿Quién es Klumpe-Dumpe? —preguntaron los ratoncitos. Y el pino les contó toda la historia, pues podía recordar cada una de sus palabras; y los ratoncitos se divirtieron tanto que querían saltar hasta la punta del pino de contentos que estaban. A la noche siguiente acudieron otros muchos ratones, y, el domingo, hasta se presentaron dos ratas. Pero éstas declararon que el cuento no era nada entretenido, y esto desilusionó tanto a los ratoncitos, que también a ellos empezó a parecerles poco interesante.

—¿Es ése el único cuento que sabes? —preguntaron las ratas.

—Sí, el único —respondió el pino—. Lo oí la tarde más feliz de mi vida, aunque entonces no me daba cuenta de lo feliz que era.

—Es una historia terriblemente aburrida. ¿No sabes ninguna sobre jamones y velas de sebo? ¿O alguna sobre la despensa?

—No —dijo el pino.

—Bueno, entonces, muchas gracias —dijeron las ratas, y se volvieron a casa.

Al cabo también los ratoncitos dejaron de venir, y el árbol dijo suspirando.

—Era realmente agradable tener a todos esos simpáticos y ansiosos ratoncitos sentados a mi alrededor, escuchando cuanto se me ocurría contarles. Ahora esto se acabó también… aunque lo recordaré con gusto cuando me saquen otra vez afuera.

Pero, ¿cuándo sería esto? Ocurrió una mañana en que subieron la gente de la casa a curiosear en el desván. Movieron de sitio las cajas y el árbol fue sacado de su escondrijo. Por cierto que lo tiraron al suelo con bastante violencia, y, enseguida, uno de los hombres lo arrastró hasta la escalera, donde brillaba la luz del día.

"¡La vida comienza de nuevo para mí!", pensó el árbol. Sintió el aire fresco, los primeros rayos del sol… y ya estaba afuera, en el patio. Todo sucedió tan rápidamente, que el árbol se olvidó fijarse en sí mismo. ¡Había tantas cosas que ver en torno suyo! El patio se abría a un jardín donde todo estaba en flor. Fresco y dulce era el aroma de las rosas que colgaban de los pequeños enrejados; los tilos habían florecido y las golondrinas volaban de una parte a otra cantando:

—¡Quirre-virre-vit, mi esposo ha llegado ya! —pero, es claro, no era en el pino en quien pensaban.

—¡Esta sí que es vida para mí! —gritó alegremente, extendiendo sus ramas cuanto pudo. Pero, ¡ay!, estaban amarillas y secas y se vio tirado en un rincón, entre ortigas y hierbas malas. La estrella de papel dorado aún ocupaba su sitio en la cima y resplandecía a la viva luz del sol.

En el patio jugaban algunos de los traviesos niños que por Nochebuena habían bailado alrededor del árbol, y a quienes tanto les había gustado. Uno de los más pequeños se le acercó corriendo y le arrancó la reluciente estrella dorada.

—¡Mira lo que aún quedaba en ese feo árbol de Navidad! —exclamó, pisoteando las ramas hasta hacerlas crujir bajo sus zapatos.

Y el árbol miró la fresca belleza de las flores en el jardín, y luego se miró a sí mismo, y deseó no haber salido jamás de aquel oscuro rincón del desván. Recordó la frescura de los días que en su juventud pasó en el bosque, y la alegre víspera de Navidad, y los ratoncitos que con tanto gusto habían escuchado la historia de Klumpe-Dumpe.

—¡Todo ha terminado! —se dijo—. ¡Lástima que no haya sabido gozar de mis días felices! ¡Ahora, ya se fueron para siempre!

Y vino un sirviente que cortó el árbol en pequeños pedazos, hasta que hubo un buen montón que ardió en una espléndida llamarada bajo la enorme cazuela de cobre. Y el árbol gimió tan alto que cada uno de sus quejidos fue como un pequeño disparo. Al oírlo, los niños que jugaban acudieron corriendo y se sentaron junto al fuego; y mientras miraban las llamas, gritaban: "¡pif!, ¡paf!", a coro. Pero a cada explosión, que era un hondo gemido, el árbol recordaba un día de verano en el bosque, o una noche de invierno allá afuera, cuando resplandecían las estrellas. Y pensó luego en la Nochebuena y en Klumpe-Dumpe, el único cuento de hadas que había escuchado en su vida y el único que podía contar… Y cuando llegó a este punto, ya se había consumido enteramente.

Los niños seguían jugando en el patio. El más pequeño se había prendido al pecho la estrella de oro que había coronado al pino la noche más feliz de su vida. Pero aquello se había acabado ya, igual que se había acabado el árbol, y como se acaba también este cuento. ¡Sí, todo se acaba, como les pasa al fin a todos los cuentos!